domingo, 5 de enero de 2020

Sin Navidad en el frente


 Desde la soledad de las trincheras, se podía oír el fuego enemigo en la lejanía. El estruendo era constante: los estallidos se sucedían uno tras otro y la algarabía de los soldados se había convertido en un murmullo. Por la fuerza con la que el frío del invierno azotaba mi rostro, hubiera jurado que estábamos en Navidad. De no haber sido destinado al frente, tal vez podría haber disfrutado de ella, pero las ilusiones y la fantasía no tienen cabida cuando combates en primera línea de guerra. Aquí  el ambiente es ominoso y aterrador, solo puedes sentir el miedo que agarrota tus huesos. 
El conflicto se acercaba a su cumbre. El ruido de la artillería era cada vez más cercano y los gritos de dolor se tornaban más y más desgarradores. A pesar de mis esfuerzos, no pude ignorar el vaticinio que aquel fragor traía consigo: no tenía escapatoria. Entonces llegó el esperado Apogeo: 1… 2… 3… 12. El estampido final hizo eco en la zanja. Los misiles se precipitaron al cielo y lo tiñeron de rojo… y después de verde, y de azul, y de dorado, hasta que los colores se fundieron en un caos desvaído. Los estrépitos de la batalla quedaron eclipsados por el siseo de las serpientes humeantes que reptaban sobre el manto nocturno. 
 Y yo, oculto en mi trinchera, amedrentado, temblaba en silencio bajo aquella cúpula ensangrentada. Víctima del pánico, mi cuerpo entero se había vuelto presa de las convulsiones: mi pecho subía y bajaba con violencia, mi respiración había perdido el compás. Jadeaba sin descanso, apuraba mi último aliento. 
 Mi corazón se paró de golpe. Acababa de percibir el sonido de unos pasos que se aproximaban: me habían descubierto. Solo pude aferrarme a la escasa valentía que me quedaba para afrontar mi trágico desenlace. Entonces, una cálida luz inundó mi escondite. Mi temores se mitigaron al ver el rostro de la mujer que asomaba al refugio. Era de los míos. Había acudido en mi auxilio. Estaba a salvo.  
 —¡Estás ahí! —exclamó, aliviada—. Todas las Navidades igual. 
 Sin que yo pudiera evitarlo, me sacó de debajo de la cama y me cogió para llevarme junto al resto de la familia. Aún me temblaban las patas, pero he de admitir que el calor de mi dueña resultó reconfortante cuando me estrechó entre sus brazos y me susurró en la oreja: 
—Feliz año nuevo. 

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